Cuentos de Verano. No había nada más que hacer. Le había costado tomar la peor, y a la vez la mejor, decisión de su vida. No íbamos muchos y ni siquiera sabía los nombres de los que abarrotábamos la barcaza.
Todos callados. Todos apretados, ateridos de frío y yo, con mi hijo en brazos, pegado a mi cuerpo y mi mujer y mi hija lejos, muy lejos, en un lugar inhóspito donde la humanidad hacía tiempo que se había ido con prisas sin llevarse nada consigo.
Zozobrábamos y en cada golpe de mar, un grito apagado solo por la bravura del tranquilo mar Mediterráneo que enfadado con el mundo, se levantaba en armas contra nosotros, pobres ilusos que no sabíamos nada del mar.
Algunos ni tan siquiera sabían nadar. Eran los que callaban y miraban sus pies como no queriendo perderlos. Tenían un gran problema porque ya nos habían avisado que antes de llegar a la costa debíamos saltar y llegar por nuestra cuenta a la orilla.
Aún no sabía muy bien cómo iba a hacerlo con un niño pegado a mi cuerpo pero los que no sabían nadar, lo tenían mucho peor que yo o eso creía. La realidad la convertía en Cuentos de Verano que intentaba contarle a mi hijo dormido.
No pasaba el tiempo y el agua subía y bajaba saltando su espuma dentro de la barca. Los pies mojados, el corazón helado y la vida, la vida huyendo de nuestros cuerpos. A medida que se alargaba el trayecto íbamos cayendo.
Mi niño dormido contra todo pronóstico, seguía conmigo. Los golpes de mar provocaron varias bajas. Se agitaban llamándonos entre las aguas a medida que nos íbamos alejando.
Cerré los ojos como mi niño y dejé de oírlos. ¿Cómo había llegado a esto? La supervivencia nos hace crueles y sobre todo, egoístas.
Seguía apretando contra mi pecho a mi hijo que ya se despertaba por los gritos continuos y generalizados. Un nudo en la garganta. Llega el momento.
La costa apenas se ve pero el «patrón» nos obliga a saltar a las buenas o a las malas. Elegí por las buenas y me precipite despacio al agua. El pequeño se aferró a mi cuello llorando. El agua estaba helada.
Cómo pude, le dí la vuelta y lo cargue a mi espalda mientras nadaba hacía la dirección que nos había indicado el tipo de la barcaza.
Los que habían elegido ir por las malas se iban hundiendo a mi paso y por un momento, sentí terror al pensar que alguno de ellos pudiese cogerme y hundirnos con ellos. Nadaba lo más rápido que podía esquivando sus plegarias. El pulso acelerado y la vergüenza ajena a flor de piel. Cierra la boca y no llores…ya llegamos.
Mis pies por fin, tocaron el fondo. Calambres mortales al tocar la arena. Con el agua subiendo por la barbilla, sin apenas poder respirar, alce a mi hijo hacia el cielo como una ofrenda.
Mis brazos cansados iban bajando y rompí a llorar con él. Nuestro llanto unido me dió fuerzas y llegamos agotados a la arena. Misión cumplida. Alegría desbordada y de repente, la nada.
Pensaba en mi mujer y en mi hija. En cómo iban a saber que estábamos vivos aunque no a salvo. Derrotado caí a plomo en la arena. Al lado, mi hijo boca abajo ya callado y mecido ahora por las olas y no por mis brazos.
Cerré también los ojos y me desmayé. Llegaron los salvadores para no salvar a nadie. No quedaba nadie, ni siquiera yo.
Epílogo: Hoy más que nunca se hace realidad estos cuentos de verano. En estos días calurosos donde el mar invita a huir, solo queda el llanto de los que llegaron y el silencio de los que se quedaron por el camino, a la deriva. Deshumanizados vamos sembrando indiferencia y egoísmo condenados de por vida. Levantar los ojos y ver lo que pasa.
Conmovedor Teresa
Gracias….