Relatos de Verano. Primer día de vacaciones. El calor en la ciudad era asfixiante así que me tomé con buen humor tu decisión de pasar el día entero en la playa pese a que lo odiaba a muerte. Cargados con las hamacas, la nevera, la sombrilla y la mochila con todo lo demás, avanzábamos, yo resignada, por aquella arena ardiente y sucia.
La playa estaba abarrotada y seguimos un poco más allá de la posta sanitaria para poder, por lo menos, plantar la sombrilla sin saltarle un ojo a nadie. Después de casi media hora, por fin estaba tumbada a la sombra, con una cerveza congelada en la mano, las gafas de sol, la gorra puesta y mucho tiempo por delante.
Ponte crema que luego te quemas, me dijiste levantándote para pasear mientras yo seguía atrincherado bajo la sombrilla intentando por todos los medios, que no me tocara la arena.
Odio la crema, odio la arena y odio el sol pero como siempre, te hago caso y me embadurno de protección total intentando no rebozarme como si fuera un cachopo.
Me armo de valor y me acerco hasta la orilla sin quitar la vista ni un minuto de nuestra pequeña parcela. Me mojo los pies. Está caliente. Me aventuro hacía el mar inmenso intentando concentrarme en el rumor de las escasas olas que mecen el Mediterráneo.
No está mal, pienso adentrándome un poco más. Me decido a darme un gran chapuzón y nadar un poco más adentro buscando la soledad imposible y la tranquilidad de la zona que cubre. Permanezco horizontal, flotando como cuando era niña, cerrando fuertemente los ojos.
Una paz absoluta me invade y me da la impresión de estar solo en el mundo. Noto como el agua sostiene mi cuerpo y me dejo llevar por mares de piratas aventureros como en Los Solitarios de Aguirre.
Empecé a hundirme lentamente y volví a dejarme llevar. Abrí los ojos bajo el agua aguantando la respiración hasta el límite. Cada vez me hundía más pero incomprensiblemente estaba bien, relajado, feliz.
Respire profundamente por la nariz, abriendo mucho la boca y después de un primer amago de ahogo, el agua entró en mi cuerpo pacíficamente. Podía respirar bajo el agua y el placer fue inmenso.
Buceé hacia abajo y no tenía fin. Los peces se cruzaban conmigo, algunos me probaban a pequeños mordiscos, otros nadaban conmigo, otros huían despavoridos.
Una tremenda bofetada me sacó de mi sueño a la velocidad de la luz. Oía gritar a mi alrededor mientras un fornido socorrista me besaba en la boca insistentemente al tiempo que estampaba sobre mi pecho unos golpes secos de película de terror.
No recuerdo nada más. Desperté en el hospital quemada como una gamba y totalmente entubado. Mis vacaciones habían empezado estupendamente. Por lo menos, ya no tendría que ir a la playa nunca más.
Epílogo: Las playas las carga el diablo aunque a veces, como en estos relatos de verano, se viven placenteros momentos que te llevan lejos, muy lejos aunque de repente te vuelvan a la realidad de golpe. Feliz relato.